La noche había caído con una fuerza serena sobre la posada. El viento soplaba suave, trayendo consigo el murmullo del río y el aroma húmedo de la tierra recién bañada por una breve llovizna. Dentro, en el salón principal, crepitaba un fuego encendido en la chimenea. Las llamas danzaban, iluminando las paredes de madera y tiñendo el ambiente con un resplandor cálido.
Julia estaba sentada en un sillón frente al fuego, envuelta en una manta ligera. Observaba las brasas consumirse poco a poco, como si en ellas pudiera leer su propio destino. El silencio de la noche era profundo, pero a diferencia de otras veces, no la sofocaba. Esta vez, el silencio era compañía.
Sebastián entró sin hacer ruido. Se detuvo un instante en la puerta, contemplándola con una ternura que rara vez dejaba ver. Había en sus ojos algo más que deseo: había respeto, una devoción silenciosa que lo sorprendía incluso a él.
—¿Puedo sentarme? —preguntó con suavidad.
Julia levantó la mirada y asintió. Sebastián tomó asien