Los días que siguieron al regreso de Sebastián parecían como un renacer para ambos. La posada, que hasta entonces había sido solo un refugio, empezó a transformarse en un hogar lleno de vida, risas y esperanza. Ya no había secretos, ni distancias, ni silencios incómodos que los separaran; solo quedaban ellos dos, libres de máscaras, reconstruyendo su historia desde un amor más maduro, más fuerte.
Julia le mostró a Sebastián cada rincón que había hecho suyo en su ausencia: el puente de madera que cruzaba el río, el claro entre los árboles donde se habían besado por primera vez, la pequeña cabaña junto al agua donde se entregaron a la pasión. Todo seguía igual, y sin embargo todo había cambiado. Cada espacio estaba cargado ahora de memorias nuevas, de promesas renovadas y de una complicidad que solo crece cuando dos almas deciden quedarse juntas.
Una mañana, mientras el sol iluminaba la habitación con su luz dorada, Sebastián se sentó junto a Julia en la cama, mirándola a los ojos con u