La ciudad no dormía, pero Valentina sí quería hacerlo. Dormir profundamente y no despertar más en medio del ruido, las mentiras y el vacío que le había dejado su última despedida. Había dejado su vida en una maleta: unos cuantos vestidos, una caja con pinceles viejos, y el retrato roto de un amor que ya no tenía lugar en su alma.
No se llevó más que lo esencial, aunque lo esencial, para ella, ya no eran las cosas. Era el silencio, la ausencia, y la posibilidad de reconstruirse en algún lugar donde nadie supiera su nombre.
El tren avanzaba por campos que apenas conocía, pero algo en aquel paisaje le hablaba. La Toscana rural parecía un mundo completamente diferente, como si fuera un lienzo en tonos cálidos pintado solo para ella. Le habían dicho que la casa de su abuela, olvidada junto al río Armonía, aún seguía en pie. Y allí iría. No por nostalgia, sino por necesidad. Necesitaba aire. Necesitaba olvidar.
El trayecto fue largo, pero el silencio era su mejor compañía. Por la ventana, los viñedos se extendían como alfombras verdes bajo un cielo despejado. Las colinas se sucedían una tras otra, como olas inmóviles. Al bajar en la estación de piedra, un viento fresco le acarició el rostro. Cerró los ojos y respiró profundo por primera vez en semanas. Allí no había gritos. No había promesas rotas. Solo el rumor de los árboles y el canto suave del río en la distancia.
Caminó hasta la casa con pasos lentos. La madera de la puerta crujía, pero resistía, como si se negara a rendirse ante el tiempo. Al abrir, el olor de los veranos de su infancia la envolvió. El eco de risas lejanas parecía esconderse en las paredes. Todo estaba cubierto por una capa fina de polvo, como si el tiempo hubiera querido ocultar los recuerdos. Sonrió levemente. Estaba sola, pero no perdida.
Los días transcurrieron con una rutina que empezaba a curar heridas invisibles. Pintaba por las mañanas, dejando que los colores hablaran donde las palabras fallaban. Salía a caminar por las tardes, explorando senderos que terminaban en miradores secretos. Leía bajo el sauce que crecía cerca del río, con los pies rozando la hierba húmeda. El Armonía fluía tranquilo, reflejando el cielo como un espejo líquido. Sentía que, poco a poco, algo se acomodaba en su interior. Quizás era la calma. O quizás, el preludio de un huracán.
Una tarde, mientras recogía piedras planas para una escultura improvisada, escuchó un sonido detrás de ella. No era un animal. Eran pasos. Firmeza, peso, una presencia. Se giró de golpe y lo vio. Alto, elegante, con una camisa blanca abierta por el pecho, un leve rastro de bronceado y una mirada que quemaba con intensidad contenida.
—No es seguro andar sola por aquí —dijo con voz grave, sin agresividad, pero con algo que sonaba a advertencia.
Valentina lo sostuvo con la mirada.
—No lo es vivir en una ciudad donde te matan el alma todos los días —respondió, sin titubear.
Él pareció evaluarla en silencio, como si midiera su fuerza. Luego sonrió apenas. No de burla, sino de reconocimiento, como quien encuentra a alguien que entiende el peso de ciertas batallas.
—Adriano —se presentó, tendiéndole la mano.
Ella dudó un segundo. En esos dedos largos y firmes había algo que invitaba y al mismo tiempo inquietaba. Finalmente, la aceptó.
—Valentina.
El contacto fue breve, pero dejó una electricidad invisible entre ambos. Y así, a orillas del río Armonía, comenzó la historia que cambiaría sus vidas.
El agua seguía corriendo, como si el río supiera que estaba siendo testigo del primer capítulo de algo que ninguno de los dos podría detener.
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Si quieres, puedo seguir con un añadido extra al final que deje un gancho más fuerte para el capítulo 2, insinuando que Adriano guarda un secreto.