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Capítulo 2 – El encuentro

El día siguiente amaneció con una bruma suave sobre el río, como un velo que cubría los secretos del agua. Valentina se despertó temprano, inquieta, con el recuerdo de aquella mirada clavado en su mente. Adriano. No sabía quién era realmente, pero algo en él le había provocado una mezcla extraña de precaución y atracción. Su voz… su presencia… Era como si el aire se volviera más denso a su alrededor.

Decidió caminar hacia el pueblo para comprar algunas cosas. El sendero de tierra bordeado de olivos parecía aún más vivo después del encuentro. La gente del lugar era amable, tranquila, como si vivieran en otra dimensión donde el tiempo no corría. En la pequeña tienda del mercado central, mientras tomaba una botella de vino, escuchó a dos mujeres conversar.

—¿Viste que Adriano volvió a la finca del acantilado? —dijo una, con voz baja pero curiosa.

—Sí, pero no se deja ver mucho… ya sabes cómo es. El “fantasma de oro”, como le llaman.

Valentina fingió no escuchar, pero el corazón le dio un vuelco. ¿Fantasma de oro? ¿Era Adriano tan enigmático como parecía?

Volvió a la casa con una mezcla de curiosidad e inquietud. Pintó un rato, pero no podía concentrarse. Se asomó al río, como si esperara volver a verlo. Pero no. Solo el agua fluyendo y el reflejo del cielo.

Al día siguiente, el sol era más cálido. Valentina caminó hasta el claro que quedaba junto al puente viejo. Se sentó a leer, pero algo la hizo mirar hacia el otro lado del río.

Y ahí estaba él.

Adriano cruzaba el puente con paso seguro, con el cabello algo revuelto por el viento. Llevaba una chaqueta negra, y en la mano, una canasta.

—Pensé que podrías aceptar una tregua —dijo cuando estuvo cerca.

—¿Tregua de qué?

—De tu silencio… y mi misterio —respondió, dejando la canasta a un lado. Sacó una manta, pan, quesos, fruta. Todo dispuesto con una elegancia casual.

Valentina, entre sorprendida y fascinada, se sentó sin decir palabra.

—¿Siempre te apareces así? —preguntó.

—Solo cuando alguien me intriga.

Comieron sin apuro. Adriano hablaba poco, pero cada palabra suya parecía estar pensada con intención. Le contó que había heredado tierras en la zona, que había vivido años en Londres, París, Nueva York. Que su familia había sido poderosa, y él, aún más. Pero nunca mencionó por qué había regresado ni por qué vivía solo en una finca apartada.

Valentina compartió su historia también. Pintora, herida, buscando respirar de nuevo. No necesitaba decir más.

—¿Y por qué estás aquí, Adriano? —preguntó, al fin.

Él la miró largo. Tan profundo que ella sintió que su alma temblaba.

—Porque hay cosas que ni todo el dinero del mundo puede sanar. Y a veces… la única cura es volver al principio.

Silencio. Solo el río.

Entonces él tomó su mano. Fue un gesto suave, apenas un roce, pero la piel de Valentina ardió. No era un toque cualquiera. Era una promesa.

—Ten cuidado conmigo, Valentina —murmuró.

—¿Por qué?

—Porque no soy un hombre que se queda. Pero contigo… no sé si sabría irme.

Y así, sin aviso, sin intención declarada, se abrió la puerta a algo más que un simple encuentro. Aquel picnic no fue inocente. Fue el inicio de una corriente invisible que los arrastraría sin remedio.

A orillas del deseo.

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