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Valentina Vieri tenía una teoría: los tacones de aguja habían sido inventados por un hombre resentido para recordarle a las mujeres la precariedad de la estabilidad. Una teoría que se confirmaba cada vez que intentaba moverse con rapidez en el mármol pulido. Y en ese momento, necesitaba moverse rápido. Muy rápido.
Eran las siete y media de la noche en la Galleria Vittorio Emanuele II de Milán, pero el bullicio habitual se había transformado en un elegante caos controlado, orquestado por ella misma. Valentina había convertido la pasarela central en la sede de una exclusiva gala de beneficencia, y todo iba perfecto. Demasiado perfecto. —¡El alcalde llega en quince minutos y el chef acaba de darse cuenta de que cambió el aceite de trufa por aceite de motor! —gritó su asistente, Marco, corriendo como si llevara la peste. —¡Es aceite de nuez, Marco, cálmate! Y por el amor de Dios, el chef tiene que saber la diferencia —respondió Valentina, aunque su corazón ya latía a un ritmo caótico. El aceite de nuez. La palabra clave. Lo había visto: una botella de cristal tallado con la etiqueta borrosa, colocada sobre la mesa de servicio. No tenía tiempo para explicaciones. La cena costaba $10,000 euros por plato y el aceite de nuez no iba a matar a nadie, pero el aceite de motor... bueno, eso sí que mataría su reputación, la reputación Vieri, y probablemente a su chef. Valentina se quitó los tacones con un movimiento limpio y los lanzó a Marco sin mirar. "Quédatelos. Necesito tracción". Con el vestido de seda negra elevándose levemente y su largo cabello oscuro azotando el aire, se lanzó descalza a través del salón. Esquivó a un senador, saltó un atril de flores, y se dirigió a la zona de la cocina improvisada, donde la botella maldita seguía en peligro. Su misión era sencilla: tomar la botella y desaparecer. Estiró el brazo, sus dedos rozaron el cristal... ¡casi! Pero justo cuando la atrapaba, sintió un impacto. No fue un choque violento, sino el encuentro repentino y sólido contra una pared. Una pared de hombre. El impacto la hizo perder el agarre. La botella no solo cayó, sino que golpeó el borde de una mesa de cristal y explotó en una lluvia oscura y aceitosa que se disparó en dos direcciones: una hacia la pechera de un hombre de espaldas, y otra, fatalmente, hacia el cuello inmaculado de un caballero que estaba de pie. Gabriel Volkov no se inmutó. No fue un susto, fue la pura inercia de la sorpresa. Había estado en medio de una conversación silenciosa pero tensa con un banquero suizo, midiendo la acústica del salón y el flujo de los guardias de seguridad. Su plan de infiltración, forjado durante meses de fría paciencia, dependía de su invisibilidad y su impecable fachada. Su traje de lana virgen, confeccionado a medida por un sastre de Savile Row, era el epítome del orden y el control. Y ahora, una gruesa mancha de aceite negro—aceite de nuez, se dio cuenta por el aroma dulzón, casi afrutado—había arruinado su corbata de seda oscura y se extendía como una mancha de tinta venenosa por el hombro de su chaqueta. Para Gabriel, esto no era solo un derrame; era una agresión directa al orden. Y no podía permitirlo. Giró la cabeza, su mandíbula marcada y sus ojos color hielo clavados en la fuente del desastre. Allí estaba ella. La reconoció al instante por las fotografías, pero ninguna imagen capturaba el torbellino de energía y la belleza caótica que tenía ante él. Valentina Vieri. Descalza, con el pelo desordenado, y una expresión de horror genuino mezclado con una exasperación salvaje. Parecía una ninfa de la noche atrapada en un acto de vandalismo culinario. —Maldita sea. Lo siento. ¡Lo siento muchísimo! —exclamó Valentina, sin intentar huir, un mérito que Gabriel registró. Ella se acercó a él con la intención de ayudar, y ese fue el error. La impulsividad de su "caos cálido" se activó. Intentó limpiar la mancha de su solapa con el dorso de su mano, que, debido a su reciente sprint, estaba ligeramente sudada y cubierta de un poco de polvo de mármol. —¡No, no! —dijo Gabriel, su voz era profunda y aterciopelada, pero cortante como el cristal. Se apartó de su tacto como si le hubieran puesto un hierro al rojo vivo. Valentina se detuvo en seco, sus ojos marrones y cálidos se encontraron con el frío absoluto de los suyos. El silencio que se instaló entre ellos fue más ruidoso que toda la orquesta de fondo. —Lo lamento de verdad —repitió ella, esta vez con el tono de una disculpa genuina, no de una exclamación. Miró la mancha, luego el rostro de Gabriel, que parecía tallado en hielo, y una oleada de frustración se apoderó de su pánico—. Le pagaré el traje. Le pagaré... dos trajes. Solo, por favor, no se congele. Gabriel la estudió. No había miedo en sus ojos, solo la frustración de una persona que habitualmente convierte los problemas en anécdotas. —Este traje —dijo Gabriel, su acento, limpio y ligeramente eslavo, se deslizó como el aceite de la mancha—, no se puede replicar. Tampoco se trata del costo. Se trata del desorden. Y del tiempo. —Bueno, yo no hice el aceite de nuez, ¿sabe? Y, francamente, si un traje no puede sobrevivir a un poco de aceite de nuez, entonces no es un traje, es una reliquia. Y las reliquias deberían estar en un museo, no obstruyendo el paso en el medio de una emergencia. Ella le había dado la vuelta al argumento. En lugar de disculparse sumisamente, lo estaba regañando por ser demasiado rígido. Era absurdo. Era la hija de Vieri. Y estaba siendo la criatura más irritante y fascinante que había conocido en años. —¿Una emergencia? —cuestionó Gabriel, sus cejas oscuras se curvaron con escepticismo. —Sí, una emergencia. Estaba salvando la cena de quinientas personas de ser envenenadas con aceite de motor. Pero, claro, mi pequeño caos le arruinó su noche perfecta —dijo Valentina, cruzándose de brazos, sin darse cuenta de lo atractiva que se veía descalza en ese momento, desafiando a un desconocido peligroso. Una sonrisa imperceptible y breve—casi un tic, un fallo en la matriz—apareció en el rostro de Gabriel. No de diversión, sino de reconocimiento. Ella era el caos que él había venido a usar, y ya estaba desestabilizando su plan sin siquiera saberlo. —Gabriel Volkov —dijo, extendiendo una mano que ahora no estaba manchada de aceite, y adoptando su fachada de inversor frío e imperturbable—. Y no obstruyo el paso. Analizo el flujo de personas. Valentina, completamente ajena al peligro del apellido y al verdadero negocio del hombre que tenía delante, tomó su mano. Su tacto fue cálido y suave contra la dureza fría de la suya. La calidez de ella era un virus que amenazaba el sistema operativo de Gabriel. —Valentina Vieri —respondió con una sonrisa auténtica que lo desarmó. Luego, retiró su mano y señaló la mancha—. Sigo debiéndole un traje. Y quizás unas zapatillas para mí. Ahora, si me disculpa, tengo que ir a asegurarme de que mi chef no le ponga vinagre balsámico de $500 la botella a la ensalada de frutas. Y con eso, se fue corriendo, descalza, dejando a Gabriel Volkov de pie en medio de su propio desorden: un traje arruinado, una fachada comprometida y una mente que, por primera vez en años, no pensaba en venganza, sino en el regreso del caos. Ella es el punto de entrada perfecto, se recordó Gabriel. Y la debilidad más grande.






