socios de la cafetería.
No puedo contar las horas que pasan.

El silencio del cuarto me pesa como una losa, y apenas puedo distinguir si afuera sigue siendo de día o si la tarde ya cayó. Las cortinas están cerradas, el aire es denso, y mis pensamientos se mezclan con el dolor que llevo en el pecho. No tengo fuerzas ni para llorar.

—Ania, abre. —La voz de Darío suena del otro lado de la puerta, firme, pero con ese tono suave que usa cuando intenta que no lo rechace.

—Quiero estar sola —respondo sin moverme de la cama, abrazando la almohada.

—Quiero contarte algo. Es algo bueno para mí y quisiera festejarlo con mi hermana —dice, y por un momento siento una punzada de culpa.

Me levanto con pereza, arrastro los pies hasta la puerta y la abro despacio. La luz del día me hiere los ojos, tan acostumbrados a la oscuridad. Darío está de pie, con una sonrisa tenue.

Entra sin pedir permiso, observa alrededor y niega con la cabeza.

—Todo está oscuro —dice, y de inmediato abre las cortinas. La claridad inunda
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