René me abraza y, por unos segundos, me quedo helada.
Su contacto me toma por sorpresa, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. Siento sus brazos rodeándome con fuerza, con ese calor que alguna vez me hizo sentir a salvo, pero que ahora solo me confunde. Mi cuerpo reacciona tarde, casi temblando, y al fin le devuelvo el abrazo.
Él deja un beso suave sobre mi cabeza, y es ahí cuando no puedo contenerlo más: las lágrimas brotan silenciosas, cayendo sobre su pecho. Siento el ritmo acelerado de su corazón y su respiración entrecortada.
—Lo siento, mi Ania… siento mucho lo ocurrido —dice con voz ronca, sincera, quebrada.
Yo solo asiento. No tengo fuerzas para hablar. Mi mente sigue atrapada entre el dolor y la confusión.
—Dime que lo que me dijo Yajaira es mentira —susurro, casi sin aire, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
El silencio que sigue me perfora el alma. Puedo escuchar cómo su corazón late más rápido, y en ese instante entiendo que mi pregunta lo ha desarmad