Darío conduce y yo solo recuesto mi cabeza contra la ventanilla del auto. Las luces de la ciudad se reflejan en el cristal como si fueran pequeñas lágrimas de fuego que se deslizan junto a mí. No hablo, no tengo fuerzas para hacerlo. Él tampoco dice nada; el silencio entre nosotros pesa más que cualquier palabra.

Cuando el coche se detiene, sé que hemos llegado a su departamento. Lo miro por unos segundos, y él desvía la vista, como si temiera encontrar en mis ojos el reflejo de todo lo que acabamos de perder.

—Entra —me dice con voz baja, casi un suspiro—. Yo tengo que ir por unas cosas a la empresa.

Me entrega las llaves y con su chaqueta en mís hombros. La tomo sin pensarlo, y camino hasta la puerta del edificio con los hombros encogidos. El viento sopla fuerte y siento el perfume de él impregnado en la tela. Por un momento, me aferro a ese aroma, como si fuera lo único que me mantiene en pie.

Lo veo alejarse en su carro y, cuando su figura desaparece al doblar la esquina, entro en