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Me entregue a un desconocido

La primera sensación fue una luz cegadora, blanca y cortante, que se filtraba a través de unas cortinas pesadas y de un color indefinido. No era la luz familiar que entraba por la ventana de mi cuarto. El dolor de cabeza era un martillo rítmico golpeando mis sienes, tan intenso que me hizo jadear. Intenté girarme, buscando el consuelo de la almohada, y fue entonces cuando la realidad me golpeó: la luz no venía de mi casa.

Abrí los ojos de golpe, forzándolos a adaptarse a la penumbra de la habitación desconocida. El aire se sentía denso y olía ligeramente a perfume barato y a algo metálico. El dolor se propagó desde mi cabeza hasta cada músculo; sentía el cuerpo como si hubiera sido arrojado desde un segundo piso. Intenté mover las piernas bajo las sábanas y el terror helado me paralizó.

Mis ojos se fijaron en el desorden: mi ropa interior, una pieza de encaje negro, yacía arrugada cerca de la mesita de noche. Con un nudo en el estómago, aparté lentamente la sábana. Allí estaba: una mancha oscura, rojiza, en la tela blanca. La respiración se me cortó de tajo, hiperventilando contra el silencio sepulcral del cuarto. Mi corazón, desbocado, golpeaba contra mis costillas como un pájaro atrapado. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba?

—¿René? —logré susurrar, la voz áspera y quebrada por la sequedad—. ¡René!

Repetí su nombre, una plegaria desesperada. *Él debió traerme aquí. Es mi prometido. Le entregué mi virginidad, no es un desconocido.* Esta justificación era mi único ancla en medio del torbellino de miedo.

Con un esfuerzo monumental, logré incorporarme. El vértigo me obligó a apoyarme en el marco de la puerta para llegar al baño. Al encender la luz blanca y fría, mi reflejo me devolvió una imagen borrosa y demacrada. Pero lo que me hizo soltar un gemido ahogado fue mi cuello. Un hematoma , hinchado y extenso, se extendía desde la mandíbula hasta la clavícula. Me toqué los muslos al ponerme la ropa interior —la cual, por suerte, estaba limpia— y sentí la piel sensible; mis dedos trazaron moretones oscuros, marcas de dedos presionando mi carne.

Me vestí con la ropa que encontré arrugada en el suelo, sintiendo cada movimiento como una traición a mi cuerpo adolorido. Al salir de la habitación, el silencio era absoluto. No había rastro de René, solo el eco de mi desesperación. Era un cuarto de hotel, impersonal y frío. Bajé las escaleras con cautela, recogiendo mis zapatillas del recibidor, sintiéndome como una intrusa.

Apenas puse un pie fuera, cubrí mi cuello instintivamente con mis manos. El primer taxi que vi me pareció un salvavidas.

—¿Una noche muy loca, señorita? —preguntó el chófer con una sonrisa pícara mientras me acomodaba en el asiento trasero.

Asentí mecánicamente, incapaz de articular una respuesta coherente. ¿Loca? Sí, pero no de la manera que él imaginaba. ¿Por qué René me habría dejado sola si estuvimos juntos? Esa duda comenzó a corroer mi frágil lógica.

El trayecto a casa fue un suplicio de ansiedad. Al llegar le pedí al taxista que esperara un momento. Entré corriendo, agradecida de que el silencio reinara en la casa. Subí a mi habitación, saqué dinero de mi bolso y le pagué al taxista, quien se marchó sin más preguntas.

Una vez a solas, me di una ducha larga, intentando lavar no solo el sudor, sino también la confusión pegada a mi piel. Al salir, busqué la ropa más protectora: una blusa de cuello alto que cubriera las marcas de fuego en mi piel.

Justo cuando intentaba procesar el primer recuerdo claro de la noche —la risa de mi media hermana resono, la puerta se abrió de golpe.

—¡Ania! Papá estaba vueltísimo de preocupado anoche.

Yajaira entró como un vendaval, su rostro era una mezcla de alivio y reproche.

—Mis amigas rentaron una habitación y me quedé en el hotel —mentí, sintiendo cómo la mentira se asentaba pesadamente en mi boca.

—¿Por qué no avisaste? ¡Hasta tu prometido vino a buscarte, estuvo aquí preguntando!

—Sí, lo sé. Estuve con él —dije, forzando una calma que no sentía.

La expresión de Yajaira se endureció, su enojo era palpable. Salió de mi cuarto dando un portazo.

Tomé mi bolso con manos temblorosas, bajé las escaleras a paso rápido y salí de la casa, sintiéndome observada por cada sombra. Tomé la ruta de microbús que me llevaba al edificio de oficinas, tratando de recomponerme mentalmente para enfrentar el día. Apenas crucé las puertas de la oficina, una de mis compañeras, Sofía, se abalanzó sobre mí, abrazándome con fuerza.

—¡Ania! Estábamos tan preocupadas por ti, de verdad.

—¿Por qué? —pregunté, mi voz sonaba hueca incluso para mí.

Ella me miró con una duda apenas disimulada, como si esperara una explicación que yo no podía dar.

—Te fuiste de repente. Cuando nos dimos cuenta, ya no estabas. Te buscamos por todo el bar del hotel, pero nadie te vio salir. Y luego... ten.

Me entregó mi celular, que había estado apagado. El aparato se sentía pesado, cargado de mensajes y llamadas perdidas.

—Estuve con René —logré decir, intentando sonar casual, pero mi garganta se cerró al pronunciar su nombre.

Inmediatamente, otras compañeras se acercaron, rodeándome en un círculo preocupado.

—¡Qué bueno que estás bien! Pensamos lo peor.

Les regalé una sonrisa tensa y caminé hacia mi cubículo, sintiendo sus miradas clavadas en mi espalda. Me senté, encendí mi celular y luego la computadora, sumergiéndome en el trabajo como si fuera un refugio. Atendí un par de llamadas de clientes, forzando la cortesía profesional mientras mi mente seguía girando en torno a la sangre y los moretones.

Durante la hora de comida, el ambiente se rompió cuando vi llegar a mi padre al estacionamiento, su rostro serio y preocupado. Salí a encontrarlo.

—¡Ania! Me tienes muy preocupado. ¿Por qué no avisaste anoche? Salí a buscarte por toda la zona.

No respondí, no podía. ¿Cómo explicarle que yo tampoco sabía dónde había estado? Mi padre suspiró, frustrado, y después de un breve y tenso saludo, se despidió, subiendo a su coche.

Fue entonces cuando lo vi. René apareció en la banqueta . Mi padre lo notó, se detuvo, y ambos intercambiaron un saludo formal y frío antes de que mi papá se fuera.

Me acerqué a René, sintiendo el peso de la noche sobre mis hombros.

—Hola —dije, apenas audible.

René no respondió con un saludo. Su rostro estaba pétreo, la furia contenida vibraba a su alrededor. Lo que vino después me tomó por sorpresa y me hizo retroceder un paso instintivamente: **la cachetada**. El sonido seco resonó en el silencio del pasillo.

—¿Dónde estabas? ¿Con quién estuviste? —su voz era un rugido bajo y peligroso.

Me llevé la mano a la mejilla, sintiendo el ardor inmediato, pero no fue el dolor lo que me detuvo, sino la crueldad de sus palabras.

—¿Contigo? —logré articular, mi voz apenas un hilo.

—¡Apagaste el celular! No pude saber tu ubicación y las amigas que tienes... ¡parecen unas zorras! ¿Por eso te fuiste con ellas? ¿Te fuistes con esas víboras?

Negué con la cabeza, temblando.

—Estuve contigo.

Su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad y rabia.

—¿De qué diablos hablas? ¡No pude localizarte hasta hoy! Nadie sabía de ti, Ania.Me dice y entonces todo me da vueltas."Le entregue mi virginidad a un desconocido".

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