Él respira con fuerza, dominado por el enojo que apenas logra contener.—Me preocupé mucho por ti —dice finalmente, con el ceño fruncido y la voz grave, pero su expresión cambia de repente, como si intentara calmarse.
Yo apenas lo escucho. Lo único que me preocupa en ese momento es otra cosa: tengo que ir a la farmacia, y no sé ni cómo pedir lo que necesito. Mis amigas han mencionado la píldora del día después, pero… ¿y si también me contagié de algo?Mi mente no deja de dar vueltas, torturándome con preguntas que no tienen respuesta. —Tengo que regresar al trabajo —digo al fin, intentando escapar de la conversación.Doy un paso hacia atrás, pero él se adelanta y me bloquea el paso. —Lo siento, cariño… —susurra con un tono más suave—. Me volví loco de preocupación, eso es todo. Me abraza, y por un segundo me quedo quieta. Después, respondo al abrazo con torpeza, apretándolo contra mí, más por inercia que por deseo. Cuando nos separamos, caminamos juntos hasta la esquina. Se despide con un beso rápido, y lo veo alejarse sin poder evitar que una punzada de culpa me atraviese el pecho. Camino hacia Sofía, que almuerza frente a su escritorio.—Necesito pedirte un favor —le digo en voz baja—, pero no se lo digas a nadie. ¿Podrías ayudarme a conseguir… la píldora que se toma al día siguiente? Ella se atraganta con su comida, tose y me mira con los ojos muy abiertos.—Mi querida Ania… —dice con una sonrisa pícara—, ¿ya perdiste la virginidad? Miro hacia los lados, nerviosa.—No digas eso tan fuerte —susurro.—Está bien, está bien. Iré a la farmacia y te la traigo. —Gracias —le digo, entregándole el dinero. Mientras ella sale, me siento en mi cubículo. El zumbido del aire acondicionado me resulta insoportable. Me duele la cabeza y tengo la sensación de que todo lo que pasó anoche fue una pesadilla que no termina de irse. Sofía regresa y me deja discretamente la pastilla sobre el escritorio. La tomo de inmediato con un poco de agua. No quiero pensar más. Solo quiero olvidar. Cuando termina mi turno, reviso el celular. Decenas de llamadas perdidas: de René, de mi padre… Todo se me hace un nudo en el estómago, fue de ayer cuando trataron de localizarme. El teléfono vuelve a sonar. Es la encargada de la ceremonia de la boda.—Ania, hoy te toca medirte el vestido —dice con voz alegre.Asiento en silencio, aunque ella no pueda verme. Recojo mis cosas y salgo. En lugar de tomar el transporte de siempre, decido caminar. Necesito aire. Pero cuanto más avanzo, más me pesa el cuerpo. Los recuerdos llegan a medias: las risas, salí al baño … y después, nada. Tomo una ruta y cuando por fin llego a casa, las risas me reciben desde la sala. Yajaira y sus amigas están reunidas, riendo con despreocupación. Subo a mi habitación sin saludarlas y me dejo caer sobre la cama. Tengo fiebre. Escuchar la música de abajo solo me marea más. Bajo por agua. En la sala, entre las amigas de mi hermana, está René.Se levanta en cuanto me ve y camina hacia mí.—Hola, cariño —dice, dándome un beso—. Vine para llevarte a probarte el vestido. —Me siento mal —murmuro.Él me toca la frente y frunce el ceño.—Estás ardiendo. —Ania, no debiste salir de fiesta. Ahí están las consecuencias —interviene Yajaira desde el sofá.René me toma del brazo con suavidad.—Vamos, te llevaré al médico. —No, no hace falta —digo rápido. No quiero que él esté ahí si me revisan. —Los acompaño —dice Yajaira con voz firme. Me alejo con René.—René… creo que deberíamos posponer la boda. Me mira confundido.—¿Por qué dices eso? ¿Tus amigas te metieron ideas en la cabeza? —No es eso, solo que… —mi voz tiembla. —¿Solo qué? ¿Conociste a alguien más? —No, claro que no. Eres el único hombre que amo y con quien quiero pasar mi vida —le digo con sinceridad, sintiendo el peso insoportable de las palabras—. —Entonces, ¿qué demonios pasa? —dice, alzando la voz. Me toma del brazo, pero se detiene al ver que alguien entra. —Supe que mi princesa se mediría el vestido hoy, y quise acompañarla —dice mi padre, entrando sonriente. Me abraza, pero enseguida nota mi fiebre.—Estás enferma —dice con preocupación. —No quiere ir al médico —aclara René. —La llevaré yo —responde mi padre—. Ve a casa, René. Hablé con tu madre; te está esperando. René me da un beso antes de irse.—Cuídate, amor —murmura, y se marcha. Mi padre me lleva al médico. Agradezco que me deje entrar sola al consultorio. Me hacen análisis de sangre y, mientras esperamos los resultados, él me cuenta que Yajaira viajará al extranjero para terminar sus estudios. Cuando me llaman, entro al consultorio.—¿Consumes drogas o algún tipo de sustancia? —pregunta el doctor.—No —respondo con firmeza.—En tus análisis aparecen rastros de una droga —explica—. Ya queda poca en tu sistema, pero tu cuerpo lo resintió. —Yo no me drogo, solo tomé unas copas —digo confundida.—No fue el alcohol. Había muy poca cantidad en tu sangre. —Escribe algo en la hoja y me extiende una receta—. Toma esto para la infección, y descansa. Cuando estoy por salir, me detiene.—Ten cuidado, muchacha. He visto casos parecidos, y las víctimas suelen tener secuelas físicas o emocionales. Trago saliva.—Doctor… desperté sin saber qué había pasado anoche. No recuerdo nada. Solo sé que amanecí en una habitación de hotel… y algo me dice que alguien abusó de mí. Él suspira y deja la pluma sobre la mesa.—Por los síntomas, parece haber sido una droga de sumisión química —dice con voz grave—, también conocida como la droga de la violación. Las palabras me golpean como una losa. Me quedo en silencio, intentando entender. ¿Cómo pasó? ¿Quién pudo hacerlo, si solo estaba con mis amigas? Salgo del consultorio con las piernas temblando. Afuera, mi padre me espera sonriente, sin saber que su hija acaba de perder algo más que la salud.