La noticia llegó entrada la madrugada. Uno de mis hombres había encontrado el teléfono de Isabella tirado en la cuneta, a dos cuadras de la casa. Envuelto en polvo, con la pantalla agrietada.
Cuando me lo pusieron en la mano, sentí que me quemaba la piel. El teléfono que mi hija llevaba a todos lados, hecho pedazos en la calle como basura.
—¿Dónde exactamente? —le pregunté al idiota que lo trajo.
—En la calle Almirante, jefe. Cerca del semáforo.
—¿Revisaron las cámaras de esa zona?
—Sí, señor. Pero justo esa cuadra no tiene. Es un punto ciego.
Por supuesto que era un punto ciego. Isabella sabía exactamente por dónde moverse. Le había enseñado demasiado bien cómo funcionaba todo esto.
Me quedé mirando la pantalla rota. Las fotos que tenía ahí, los mensajes, todo destrozado.
—Llévenlo al estudio —ordené con la voz seca, sin margen para réplica.
Todos se movieron como si tuvieran un resorte en el culo. Los guardias contra la pared, sudando como cerdos. Alessandro a mi derecha, callado, m