Marqué el número de Tino. No me animaba a llamarlo directamente a él. Una estupidez. ¿Qué iba a hacerme? Era la culpa y la vergüenza por haberme dejado embaucar por Isabella. La adulta responsable, sí claro.
—¿Victoria?
Tuve que tragar saliva para que me saliera la voz.
—Isabella... no está.
El silencio al otro lado de la línea fue más brutal que un grito. Podía oír su respiración pesada, el ruido del motor de fondo.
—¿Desde cuándo?
—No lo sé. Fingió estar enferma. Subí a verla con un té y la habitación estaba vacía. Encontramos la cerradura del patio trasero forzada. No responde al teléfono, no contesta los mensajes.
—Voy a decírselo al jefe —murmuró.
—¿Qué hay que decirle? —escuché a Massimo de fondo. Y luego se cortó.
Me quedé mirando la pantalla apagada, con un nudo en la garganta.
Tenía que haberme dado cuenta. Isabella actuando rara, demasiado tranquila. Debí sospechar algo cuando se quejó.
Me senté en el sofá y me levanté otra vez. No podía quedarme quieta. La casa se llenó de