El egoísmo que no deja

Me acerqué. Alessandro me mostró la pantalla. Tenía razón: las mismas frases repetidas, los mismos horarios. No era un pendejo enamorado. Era una trampa.

—La cazaron como a un animal —murmuré.

Victoria se había quedado ahí parada, pálida. Tenía la marca de mi mano en el brazo. Los ojos rojos, pero ya no hablaba.

Respiré hondo, tratando de calmarme. El cigarrillo me temblaba cuando lo encendí. El humo me quemó los pulmones.

—Rastréenlo —ordené—. Quiero su ubicación. Quiero cada movimiento de este número.

Uno de mis hombres ya estaba en la computadora.

—¿Cuánto tiempo necesitas? —le pregunté.

—Depende de si usa VPN, jefe. Pero algo vamos a encontrar.

—Tienes una hora.

—Sí, señor.

Me senté y seguí leyendo los mensajes. Este hijo de puta había estudiado a Isabella. Sabía exactamente qué decirle, cómo manipularla.

—Mírenme todos —les dije a los guardias—. El que sepa algo y no me lo diga, se va a arrepentir el resto de su vida.

Luca carraspeó.

—Jefe, ¿quiere que revisemos las cámaras de la
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