Esa semana era su cumpleaños y comencé a ver los preparativos en la casa, sobre todo, de seguridad. Al parecer era un gran evento con muchos invitados. Genial.
Lo que me faltaba era una fiesta llena de mafiosos mirándome como bicho raro. Porque obviamente iba a tener que hacer mi presentación, hacer mi trabajo de acompañante decorativa y aguantarme las miradas y los comentarios.
Isabella andaba como loca de la emoción, paseándose por toda la casa hablando del vestido que se iba a poner y de lo elegante que iba a estar todo. Pasaba y me miraba con esa sonrisa de superioridad.
—¿Ya sabes qué te vas a poner? —me preguntó un día.
—Lo que me digan que me ponga —respondí, sin ganas de seguirle el juego.
—Ah, claro. Supongo que papá te va a conseguir algo... apropiado.
La forma en que dijo «apropiado» me dio ganas de agarrarla del pelo. Pero me aguanté porque no valía la pena.
Dos días antes de la fiesta, apareció un vestido en mi cama. Negro, elegante, caro. Muy caro. Con zapatos y accesori