El arte de fingir

Estuve a nada de decirle que quería cancelar todo. A nada. Pero hablé con mi hermana: el dinero que le envié sirvió para que mi sobrina pudiera hacerse todo el tratamiento dental que necesitaba, para comprarle útiles y libros para el colegio y una mochila de Frozen.

¡Mierda!

Bueno, ¿de qué me quejaba si para eso me había «contratado», no? Y servía, daba frutos. Pagué la renta atrasada y tres meses más por adelantado. Me hice a la idea de que debía pensar así, fría, calculando qué hacer con lo que él me daba y nada más.

Me trató como si fuera cualquier cosa menos una mujer. Bien, lo dejó en claro. A partir de ese momento me convertí en lo que realmente quería de mí: calladita, agachando la cabeza, sin opinar, sin decir que no.

Salía, pero no me llevaba, mejor, menos trabajo. La mocosa loca me buscaba la lengua y yo nada. A Alessandro lo veía un rato por las tardes en lo que se levantaba e iba al Dollhouse.

Yo y mis ganas de alivianar a mi hermana, a mí misma. Si le hubiera dicho que no
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