Hilos invisibles
Bianca

La bodega quedaba tan lejos que parecía que había cambiado de planeta. Tierra seca, matorrales que te cortaban solo de mirarlos, y un camino que escupía polvo cada vez que las ruedas lo tocaban. Apagué el motor y me bajé. Respiré hondo.

Un asco, pero perfecto. El lugar ideal para una conversación que no podía quedar en el historial de W******p de nadie.

La puerta de metal hizo un ruido horrible cuando la empujé. Adentro había un foco amarillo que alumbraba nada y una mesa de trabajo con manchas que preferí no mirar muy de cerca. Repugnante. Francisca ya estaba ahí, apoyada contra la pared con una botella en la mano y el pelo más despeinado que le había visto en mi vida.

El ruso también. Alto, ancho, con ojos muertos. Hojeaba unos papeles como si fueran el contrato de su casa.

La sonrisa de Francisca se le cayó de la cara cuando me vio entrar.

—Bianca —me dijo, con esa voz chillona y horrible que tuvo siempre—. Gracias por recibirnos.

No le contesté con cortesías. Me acerqué y l
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