La idea me había estado carcomiendo desde que la vi llorar como una nena. Isabella necesitaba salir de esa casa que parecía un mausoleo con guardias. Pero claro, no podía llevarla a tomar un helado como una adolescente normal. Tenía que ser algo que valiera la pena el circo de seguridad que iba a armar.
Se me ocurrió llevarla a ver a mi hermana.
Una decisión estúpida, pero necesaria.
El viaje fue un espectáculo patético. Dos camionetas negras siguiéndonos como si fuéramos la familia real escapando de un golpe de Estado. Isabella se pasó la mitad del trayecto pegada a la ventana, callada, apretando los puños sobre las rodillas. Se mordía el labio como si estuviera tratando de no explotar.
—¿A dónde vamos? —me soltó al fin, con esa voz seca que usaba cuando quería hacerse la dura.
—A ver a mi hermana —le dije—. Quiero que conozcas lo que es una vida sencilla.
No me contestó, pero la vi girarse apenas. Había curiosidad ahí, escondida detrás de toda esa rabia que cargaba.
Mi hermana vivía