Me desabroché el saco y lo dejé sobre una silla, de esas de plástico. Me aflojé la corbata, me estaba muriendo de calor. Me estaba quemando vivo por su culpa. Después, el cinturón.
—¿Massimo? —se asustó cuando me vio hacer eso—. ¿Qué estás haciendo?
—Te ríes con idiotas. Desprecias mis regalos. Me tratas como porquería y te encuentro jugando a la mujer fatal en el patio de mi casa, en mi cumpleaños, Victoria.
Por cada palabra que decía daba un paso en su dirección.
—Ya te dije que no soy una cosa... ¿Eso te ofende? ¿Que no sea tu marioneta?
—Sí, me fastidia, me revienta.
—¡Pues qué bueno, porque no lo soy! ¡Déjame en paz!
—Y te pusiste mi vestido para coquetear con ese infeliz.
—Me vestí como me ordenaste ¿qué te importa con quién hablo? La otra noche me dejaste bien en claro que no soy nadie.
—Ese vestido te lo di para que te lo pongas para mí.
Tenía la cara desorbitada. Ya no estaba asustada, ella también se alimentaba de lo mismo que yo: de la tensión, de la rabia.
—Hago lo que qui