Isabella deambulaba por los pasillos como un fantasma, otro más. Compartíamos el mismo dolor, pero distinto. No podía imaginarme lo que sentía, Massimo había sido todo su mundo. Tenía que obligarla a desayunar, a comer, a vivir.
Una tarde, la encontré en el jardín, mirando el césped empapado sin parpadear.
—Isabella.
No me respondió.
—Necesitas intentarlo, al menos un poco. ¿Sí?
—¿Intentar qué? ¿Para qué?
Me mordí el labio.
—Para vivir.
Soltó una risa seca y amarga.
—Papá se murió por mi culpa, fue mi culpa Victoria.
Yo me sentía igual, yo creía lo mismo. Massimo se metió en todo eso porque no le conté a tiempo, porque no le advertí. No sabía qué decirle. Tenía tanta rabia. La abracé, por más que ella no se movió, y le susurré al oído:
—No fue tu culpa, tu padre dio su vida para salvarte. Sabes que lo hubiera hecho como fuera, nada lo iba a detener. Si tú también te mueres ¿de qué sirvió?
—No me importa nada si papá no está.
No aguanté más, llevaba días tragándome el dolor. Ni siquier