Comenzó a llover justo antes de que llegáramos al cementerio.
Una tormenta. El cielo podía decir lo que yo sentía por dentro. Eso era mi alma: una mierda negra que se mezclaba, se abría y gritaba. ¿Qué era? ¿La viuda? No era nada, ni siquiera un cascarón vacío, nada.
No podía dejar de mirar el ataúd. No podía. Todo lo que había adentro eran cenizas, restos quemados, partes que nadie me describió. Lo que había quedado de Massimo, de ese hombre grande, que parecía de acero, que me abrazaba por las noches. Que me miraba y me desnudaba.
Quería flaquear, romperme, morirme con él. Pero la tenía a Isabella pegada a mí. Había salido del hospital un día antes, mandando a la mierda a todos los médicos que le decían que aún tenía que recuperarse.
—¡Se murió mi papá! ¡Me importan un carajo sus consejos! —les gritó.
Estábamos tomadas de la mano. Por eso no me hundía del todo, porque ella me necesitaba. Se la apreté fuerte y me miró igual de muerta que eso que estaba en el ataúd. Eso, porque no era