Volví tarde a casa, a propósito para no tener que cruzármela. Seguramente estaba durmiendo. Me detuve un momento frente a su puerta y seguí, casi amanecía.
Tenía que arreglar el marcador con Puccio, dejarle en claro que por mucho que lo intentara jamás podría hacerme caer. Me fui con eso en la cabeza a dormir, pero no pude hacerlo bien: se repitió la misma pesadilla.
La madre de Isabella gritando a lo lejos, mi padre gritándome en su despacho, los llantos de mi hija y de fondo la figura de una mujer que pasaba, bañada en sangre. Sentía la necesidad de correr hacia ella, de abrazarla, de protegerla, pero mis pies quedaban clavados en el piso. La desesperación crecía, me volvía loco. Nunca lograba moverme.
—¡Massimo! ¡Massimo, despierta! —oí entre sueños—. ¡Massimo!
Me desperté sobresaltado, sudando. El primer reflejo fue llevar la mano debajo de la funda donde guardaba mi arma.
Era Victoria, en medio de la oscuridad, con la cara desencajada, sacudiéndome del hombro. Tenía el cabello en