Ciego otra vez

Alessandro tenía algo.

Lo sabía por la forma en que evitaba mirarme directo a los ojos cuando hablábamos. Mi hermano nunca había sido bueno ocultando cosas, y llevaba tres días comportándose raro. Entraba a mi oficina, empezaba a hablar de cualquier cosa, y después se iba sin decir lo que realmente había venido a decir.

Esta mañana había sido igual. Entró mientras yo revisaba los números del puerto, se sentó frente a mi escritorio, y se puso a hablar del clima.

—¿Qué carajo te pasa? —le pregunté cuando se levantó para irse por tercera vez en la semana.

—¿A mí? Nada.

—Alessandro.

—En serio, no pasa nada.

—¿Vas a decirme qué te pasa o tengo que adivinarlo?

—No me pasa nada, Massimo.

Eso no se lo creía nadie. Y era extraño, cuando había problemas grandes recurría a mí sin dudarlo y yo lo solucionaba por él.

—¿Es sobre el negocio? —insistí.

—No.

—¿Sobre Isabella?

—No... no sé.

—¿Cómo que no sabes?

Volvió a la silla y se sentó. Cruzó las piernas, me miró. Me puso nervioso.

—Recibí algo. No
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