Engañar a Isabella fue patéticamente fácil. Como lo fue engañar a la madre.
La mocosa llevaba meses hablándome de Johnny por teléfono, contándome cada detalle de su romance virtual como si fuera la cosa más importante del mundo. Que si era diferente, que si la entendía, que si le decía cosas lindas. Como si no hubiera sido yo quien había orquestado que apareciera en su vida desde el principio.
—Conocí a alguien —me había dicho, con esa voz emocionada de niña boba—. Se llama Johnny. Hablamos por mensaje todos los días.
—¿Ah sí? Cuéntame de él —le había respondido, fingiendo que me importaba.
Me contó todo sobre él. Cómo la seducía con palabras dulces, cómo la había convencido de mandarle fotos cada vez más comprometedoras. La idiota se enamoró perdidamente del fantasma que yo había creado, sin saber que Johnny trabajaba para mí desde mucho antes de que ella supiera de su existencia.
Mi Johnny, hambriento de dinero y poder. Lo había conocido en uno de mis proyectos de caridad. Qué ironí