Max
Lucile me esperaba al pie de la escalera principal con una copa en la mano y la sonrisa perfectamente ensayada.
Su vestido brillaba bajo las luces del salón, ajustado en las curvas, dejando al descubierto sus hombros, como si todo en ella gritara “mírenme”.
Me acerqué con una calma que no sentía.
—¿Me estabas buscando? —pregunté, dándole un beso en la mejilla.
—Siempre —ronroneó, pasándome la copa que había estado sosteniendo para mí—. Ven, mi amor. Mi padre quiere saludarte.
No podía evitar tensarme cada vez que ese hombre salía a conversación. El señor Beaumont. El verdadero rostro detrás de muchas de las máscaras en esta sala.
Lucile me tomó del brazo como si estuviéramos en una pasarela y me condujo entre los invitados. La música era suave, casi siniestra, como una serpiente arrastrándose entre los tacones lustrados y los trajes de seda.
Encontramos al señor Beaumont cerca del piano, rodeado de empresarios que reían de sus chistes como si fuera obligatorio.
Cuando me vio, su