Max
Me subí al auto sin mirar a nadie. El motor ronroneó con suavidad al girar la llave.
—Señor, permítame conducir —dijo el chófer, acercándose a la puerta del conductor.
—No.
No le grité, no hice un gesto brusco. Solo lo miré.
Y bastó.
Porque en ese momento supe que ya no confiaba en nadie. No podía. No después de todo lo que vi.
Aceleré antes de que pudiera insistir. Las luces de la fiesta quedaron atrás, junto a los gritos, los oficiales, y la imagen de Lucile corriendo como una rata acorralada.
Estaba oscuro, pero la ciudad no dormía.
Tenía que encontrarla.
A ella.
La única que había sido real en medio de toda esta pesadilla.
Marqué el número de Benjamín, vinculándolo con el sistema del auto.
—¿Dónde está Paulina? —pregunté sin preámbulos.
Un silencio incómodo.
—Señor... —titubeó—. Esto no le va a gustar.
Mis dedos apretaron con más fuerza el volante.
—Dímelo —ordené con los dientes apretados—. Ya.
Escuché el zumbido de un mensaje entrante. Miré la pantalla.
Una dirección.
No la