SANTIAGO CASTAÑEDA
Vi en sus ojos el compromiso. El tipo era casi de mi edad, si acaso un par de años más grande. Mi madre lo había acogido de la calle. Era uno de esos niños que se pintaban la carita en los semáforos y hacían malabares para ganarse un par de monedas que siempre terminaban en manos de su padre alcohólico y golpeador.
Aún recordaba ese día que mi madre lo había metido al auto para conversar con él. Le entregó una toalla húmeda para despintar su cara y le ofreció protección, comida y un trabajo. Lo hizo ir a la escuela y recibió el entrenamiento que los demás hombres recibían, pero lo mantuvo lejos de los negocios turbios de mi padre, convirtiéndolo solo en su chofer y guardia personal.
Si existía alguien enteramente agradecido y fiel a ella, era él. Aunque no lo dijéramos en voz alta, la veía como a una madre, y era más mi hermano que el perro asqueroso de Javier.
—Patricio, ¿cierto? —pregunté viéndolo de pies a cabeza. Ya no quedaba nada de ese niño que mendigaba en