JULIA RODRÍGUEZ
Entonces jalé el gatillo, justo cuando Matt dio otro volantazo en medio de una curva, haciendo girar el auto y acelerando. Metí la mano y la puerta se azotó, cerrándose con fuerza. Con el corazón acelerado levanté la mirada hacia el retrovisor. El ruido del otro motor había desaparecido y lo comprendí cuando vi al conductor colgando por la ventana abierta como si fuera un muñeco de trapo. Le había dado.
Mientras nosotros nos alejábamos de ahí, Javier hacía lo posible para tomar el control del auto, pero con un cadáver en el asiento del conductor le resultó imposible alcanzarnos y en la siguiente esquina, antes de perderlo de vista, salió con un arma larga, pero se abstuvo de dispararnos, ya era tarde y no tenía sentido.
Habíamos ganado esa batalla, pero no la guerra.
Me recargué en el asiento, dejé el arma en el piso del auto y puse ambas manos en mi cabeza.
—Lo hice… —susurré sin aliento, aun con esa presión en el pecho—. ¡Lo hice!
—¡Lo hiciste, mami! ¡Lo hiciste!