SANTIAGO CASTAÑEDA
El silencio dentro del auto estaba cargado de respeto y tristeza. Mi madre descansaba sobre mi regazo, acurrucada en mi pecho, de la misma manera que ella me acunaba esas noches después de una fiesta, cuando era niño y moría de sueño. Me quedaba dormido en sus brazos y cuando despertaba ya estaba en mi cama con mi pijama. La diferencia es que mi madre no despertaría.
El corazón me ardía con cada latido, tomé su mano, cubriéndola con la mía mientras el frío de su cuerpo me carcomía el alma.
—¿En qué estabas pensando, mujer? —pregunté sabiendo que no obtendría respuesta. Había cometido suicidio. Se había quedado a solas con mi padre que ya estaba perdiendo sus facultades mentales, tal vez por la enfermedad o simplemente era un pretexto para ser quien siempre fue.
Las lágrimas rodaron en silencio por mi rostro, sin sollozos ni lamentos desgarradores, pero el dolor era tan jodidamente profundo que por momentos creí que me mataría.
«El Jardín de los Tulipanes», decía