JULIA RODRÍGUEZ
Dejé las dos tazas de café sobre la mesa y en ese momento escuché como la puerta del cuarto de Mateo se cerraba. Vi mi reloj de pulso y supe que solo un «Mat» podía haber salido de ahí. Cuando me asomé, lo vi deteniéndose ante la puerta de mi cueva. Matthew vio lo poco que quedaba después del ataque de Liliana.
Entró y yo lo seguí en silencio y de brazos cruzados. El escritorio solo tenía mi computadora portátil y algunos esquemas en mis pizarrones. El lado artístico también estaba algo vacío.
Entonces se encontró con uno de los tantos retratos que había hecho de él. El azul de sus ojos se había arruinado con el agua jabonosa que Liliana me hizo el favor de arrojar a todo, pero dentro del caos que había propiciado, había creado algo, había transformado mi arte.
Era como si ese intento por destruir lo que había creado desde el corazón, solo hubiera cambiado mis obras, dándoles otra apariencia, incluso mejorándolas visualmente y en el fondo, como una manera metafórica