ALEX GARCÍA
—¡Alex! ¡No! —gritó Sara detrás de mí cuando me vio correr hacia el portón, pero no me detuve. No llevaba ningún arma, ningún escudo, solo la necesidad de llegar a Santiago y asegurarme de que seguía vivo.
En cuanto abrí la puerta tuve que retroceder un paso, pues los disparos no habían terminado y uno despostilló el borde de la puerta a la altura de mi cabeza. Ese era el problema con esta clase de encuentros. Muchas veces los que resultaban muertos o heridos ni siquiera estaban involucrados, solo eran chismosos con mala suerte.
Con los ojos asomados por la breve abertura de la puerta, comencé a buscar a Santiago. Estaba sentado, recargado contra su propia camioneta, con ojos de fastidio y la sangre goteando de su mano, haciendo un charco en el asfalto que comenzaba a hacerse cada vez más grande.
Por primera vez en todos mis años estando cerca del peligro sentí una presión en el pecho y ganas de llorar. Apreté los labios y sin pensarlo dos veces salí del orfanato. Corrí