SANTIAGO CASTAÑEDA
Me quedé estático frente al lugar, con las manos dentro de los bolsillos como si tuviera frío. Podía escuchar las risas de niños desde dentro, pero mis pies estaban clavados al piso, me sentía incapaz de entrar. Entonces una mujer de mediana edad, con un vestido floreado y una pesada bolsa colgando de su brazo se detuvo mientras buscaba dentro de su monedero las llaves de la puerta, en cuanto la abrió volteó hacia mí y me sonrió.
—¿Lo puedo ayudar en algo? —preguntó con la gentileza que le dedicaría a cualquiera de los niños que estaban adentró.
Ese era el orfanato que Alex se esmeraba tanto en proteger. Al que le hacía donaciones sin parar.
—Sí, yo… —se me trababan las palabras en la garganta—. Quería hacer una donación.
La mujer abrió los ojos y sonrió.
—Me gustaría más que viniera a adoptar, pero… las donaciones también ayudan —agregó con una risita cantarina antes de invitarme a pasar.
Entonces me quedé sin aliento. Había un enorme patio con algunos árboles