SANTIAGO CASTAÑEDA
—¿Qué hace aquí, señor «Castrejón»? —preguntó Alex con fastidio mientras caminaba por los pasillos, con los brazos cruzados y la mirada fija en el horizonte, rehusándose a verme a la cara.
—Te seré sincero, no planeaba encontrarte aquí —contesté entornando los ojos. Tuve que guardar mis manos en los bolsillos para contener mejor mis deseos de tocarla.
Entonces se giró abruptamente hacia mí, con su mirada feroz y llena de resentimiento.
—No te creo —sentenció—. No hay manera de que pueda creer nada de lo que dices.
—No tienes motivos para hacerlo. —Estiré mi mano hasta alcanzar la suya y hacerla girar hacia mí. Odiaba que me diera la espalda, porque no podía ver su hermoso rostro de muñequita de porcelana—, pero te juro que no te miento, nunca lo haría.
—Entonces respóndeme, ¿qué haces aquí? —preguntó con el ceño fruncido.
—Supe que este era el orfanato al que depositaste tus ganancias de la subasta —dije sin apartar mi mirada de la suya, incluso sin parpadear—.