SANTIAGO CASTAÑEDA
Me planté fuera de los altos portones de madera vieja pero gruesa y sólida, que por suerte estaban abiertos. Con algo de duda y las manos en los bolsillos entré al enorme jardín, era un edén. Árboles frondosos y llenos de frutas, arbustos de un verde intenso con flores coloridas y en medio de todo, una pequeña fuente que refrescaba el lugar. Se escuchaba el cantar de las aves y el ruido de los autos se mitigaba por los altos muros que rodeaban el convento.
—Señor Castañeda, este no es parte de su territorio —reconocí la voz de la madre superiora. Cuando giré, estaba ahí, con sus hábitos perfectos y las manos cruzadas sobre su regazo, con una serenidad que escondía recelo.
—¿En verdad vamos a hablar de territorio? —pregunté divertido haciendo una ligera reverencia por respeto—. Su convento está en mis dominios. Por eso es por lo que nadie entra a sodomizar a sus monjas y robarse las limosnas.
Abrió los ojos con sorpresa y sus mejillas se sonrojaron sutilmente.
—E