Sin Amparo
Los médicos dicen que me quedan apenas tres días, por culpa de una falla hepática aguda.
Mi única esperanza es un ensayo clínico, de alto riesgo.
Pero mi esposo, David, le cedió la única plaza disponible a Emma, mi hermana adoptiva y madrina de mi hija Emma, cuya enfermedad apenas está en la primera fase.
Él asegura que es «la decisión correcta», porque ella «merece más seguir viviendo».
Firmé la renuncia a cualquier tratamiento y tragué los analgésicos de alta potencia que me recetaron.
El precio: mis órganos se irán apagando hasta que muera.
Cuando transferí a Emma la joyería que levanté con cada gota de esfuerzo, mis padres me alabaron:
—Así sí eres una buena hermana.
Incluso accedí a divorciarme para que David pudiera casarse con ella, a lo cual él me dijo que por fin era «comprensiva».
Y, cuando le pedí a mi hija que la llamara «mamá», la niña aplaudió feliz, exclamando:
—Emma sí es una mamá dulce y buena.
En definitiva, le entregué todos mis bienes a Emma; lo que mi familia vio como algo natural, sin notar nada extraño en mí.
Me intriga saber si, cuando reciban la noticia de mi muerte, todavía serán capaces de sonreír.