—Vamos, mi niña... despierta... —La voz de Asher temblaba, rota por el dolor. Sacudía a Salomé con una mezcla de desesperación y ternura—. No puedes irte… No tú… eres lo único bueno que tengo.
Pero Salomé no volvería a abrir los ojos.
—Jefe… —susurró Becca—. Déjela ir. Ya no está aquí.
—No, no, esto no está pasando… —Asher se dejó caer junto al pequeño cuerpo, abrazándola como si pudiera devolverle el alma—. Solo tiene ocho años… le gusta el chocolate… ama los perros… Ella tiene que vivir…
Se acurrucó en posición fetal, como si pudiera encerrarse del mundo. Como si pudiera protegerse del frío que ahora le devoraba el alma.
—No está solo —ella se arrodilló a su lado y, al ver la vulnerabilidad en su rostro, lo envolvió con los brazos—. Lo lamento... No hay palabras para esto, pero estoy aquí.
—No me diga nada —susurró él—. Solo... quédese conmigo esta noche.
—¿Cómo dice? —El temor invadió su cuerpo. Por un instante, recordó el pasado, y el miedo se le instaló en la garganta.
—Disculpe.