La cabaña estaba envuelta en una penumbra cruel. El olor a sangre y humedad impregnaba el aire.
Becca estaba atada a una silla, sus muñecas ya laceradas por las cuerdas. La piel de su rostro mostraba moretones recientes y un hilo de sangre se deslizaba por la comisura de sus labios. Aldo la observaba con deleite, como un verdugo que goza de cada segundo antes del golpe final.
—Mírate… —susurró él, inclinándose hasta rozar su oído con sus palabras venenosas—. Tan frágil, tan rota… y, aun así, la joya más preciada de ese maldito.
Becca intentó mantener la mirada firme, pero un grito desgarrador le escapó cuando Aldo presionó el filo de un cuchillo contra su costado, hundiéndolo apenas lo suficiente para hacerla arder de dolor.
—¡Auxilio! ¡Por favor! —el grito se ahogó contra las paredes de madera.
Pero nadie la escuchaba. La noche, cómplice de su verdugo, tragaba cada súplica. Aldo rió, con un sonido áspero que se le incrustó en el alma.
—Grita, princesa… grita hasta que te quedes sin v