A la mañana siguiente, el país entero despertó con un escándalo que sacudió a los medios.
“Camelia Bailey, acusada de haber comprado un bebé para hacerlo pasar como su nieta”
El titular ocupaba las primeras planas. Los noticieros repetían en bucle las grabaciones filtradas, los documentos falsificados y hasta fragmentos de llamadas que Graciela había entregado. La noticia corrió como pólvora. Nadie podía creer que la mujer que por años se había mostrado como un ícono de elegancia y poder hubiera caído tan bajo.
En su escondite, Camelia observaba la pantalla del televisor con el rostro descompuesto. Sus manos apretaban el control remoto hasta casi partirlo.
—¡Maldito seas, hijo! —rugió, lanzando el aparato contra la pared—. Bien dicen, que cría cuervos y te sacaran los ojos.
Su rostro estaba en todas partes: fotos en galas, entrevistas antiguas, hasta imágenes entrando y saliendo de hospitales. Ya no había forma de ocultarse. El apellido Bailey estaba bajo fuego, y todos los reflectores