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CAPITULO 3: Una desconocida que nunca volveré a ver

Julián

Cada vez que gritaban en el fondo del bar, los ojos de Santiago se deslizaban hacia la pantalla que transmitía el juego. Demoraba un rato tratando de ver si algún equipo había anotado y después volvía a mirarme. 

—Ajá, entonces los viejos de la junta directiva de la revista quieren que te cases. —Mi hermano estalló en una carcajada y yo rodé los ojos. 

—No es gracioso —dije fastidiado.

—Claro que lo es. —Volvió a reír—. Aunque si lo piensas, tiene sentido. Sí el serio editor en jefe con pinta de verdugo está casado con una dulce mujer, mejoraría la percepción actual de la revista.

—Es absurdo, Santiago. —Bebí un trago de mi cerveza—. Mi vida sentimental no tiene por qué afectar la credibilidad de la revista. 

«Goooooool».

El bar entero pareció venirse abajo. Mi hermano olvidó nuestra conversación, se levantó y empezó a gritar como un loco. El Barsa había anotado.

Cinco minutos después recordó que estaba conmigo y que hablábamos.

—Ajá, entonces… ¿En qué estábamos? Ah, sí, tu matrimonio rosa cambiará la imagen nazi de la revista. Todo sería más fácil si Verónica no te hubiera dejado.

«Golpe bajo».

Bebí otro trago para pasar el mal sabor de que la mencionara. 

—Ella no me dejó. —Lo fulminé con la mirada 

—No claro. Se fue a cumplir sus sueños, lo cual es igual. ¿Sabes qué? Creo que sí te vendría bien una novia. ¿Desde cuándo no sales con nadie?

—No lo necesito, mi trabajo me hace feliz. 

A mi alrededor decenas de fanáticos continuaban gritando. Ir ahí fue idea de Santiago, yo hubiese preferido un lugar más tranquilo.

—Trabajo que vas a perder si no consigues novia pronto. —Mi hermano bebió su cerveza directamente de la botella y luego me miró muy serio—. El celibato no es bueno, Julián. —Señaló con el índice mi entrepierna—. Si no lo utilizas, se te va a atrofiar. El mío siempre lo uso, por eso funciona a la perfección. Es como engrasar un mecanismo, ¿entiendes?

De pronto, todos en el bar volvieron a levantarse y se abrazaron entre sí. El partido había terminado con el Barsa como ganador. Santiago saltó unos dos minutos y se abrazó con unos desconocidos, entre ellos una chica con quien llevaba todo el rato coqueteando. Para mi sorpresa, ella lo besó en la efusividad de la celebración. 

—¡Estoy enamorado! —Mi hermano se tiró en el asiento con la mano en el pecho cuando se separaron, fingía que se desmayaba.

—Acabas de conocerla —dije con voz monótona. 

—Amor a primera vista. —Pestañeó varias veces como lo haría una colegiala.

—Vamos a celebrar por ahí. ¿Vienen? —preguntó la chica que se había besado con mi hermano.

—Eh, no creo.

—¡Claro! —respondió Santiago al mismo tiempo que yo.

—Julián, no me hagas esto, por favor. —Santiago se inclinó hacia mí y me susurró al oído, sonaba desesperado.

Por un momento me recreé con la idea de arruinarle la conquista y arrastrarlo conmigo a casa.

—No se preocupen por mí —respondí—. Mañana debo trabajar temprano. Vayan ustedes

—¿Estás seguro, hermanito?

—Sí, sí. Hablamos después.

—Te debo una —dijo Santiago solo moviendo sus labios. 

En realidad yo no era nada sociable. De joven me costaba hacer amigos. Mi hermano, en cambio, era lo que se dice el alma de la fiesta. Era quien me arrastraba fuera de casa con la esperanza de que abandonara mi actitud de ermitaño. 

Ahora de adultos seguíamos iguales, solo que ya me había acostumbrado a ser un solitario y lo disfrutaba. 

Después de que ellos se fueron, me levanté para ir al sanitario antes de marcharme. 

La mayoría de los clientes se concentraban al fondo del bar, frente al televisor que transmitía los deportes, en la barra solo había una chica que se balanceaba en su silla. Un par de sujetos se acercaron a ella y la rodearon. 

Seguí mi camino hacia los sanitarios, pero al pasar junto a la barra escuché a los tipos. Le ofrecían otro trago a la chica, la cual parecía bastante alcoholizada.

Odiaba los baños de bares y discotecas, siempre estaban sucios y ese no era la excepción. Oriné rápido, me lavé las manos y salí. Quería irme pronto, llegar a casa y darme un baño. Luego vería las últimas noticias más importantes antes de acostarme.

En la barra el par de tipos insistían para que la chica tomara otro trago, pero ella se negaba. 

Cuando pasé de regreso, escuché que uno le decía al otro que casi lo lograban.

¿Lograban qué? Me pregunté. 

Miré de nuevo a la joven que casi no podía mantenerse erguida y lo entendí. Ellos pretendían embriagarla más. 

—No quiero —dijo la joven arrastrando las palabras—. Estoy mareada.

—Anda, uno más —dijo uno de los hombres y le acercó el vaso para obligarla a beber. 

La muchacha se resistía y trataba de quitárselos de encima, pero entre los dos la tenían acorralada.

Tendría que haber seguido de largo, pero si lo hacía, ¿qué clase de persona sería? Apreté los dientes y di un paso hacia ellos. 

—La señorita dijo que no. —No lo pensé, actué. Esos tipos intentaban forzarla a tomar y luego quién sabe qué le harían.

—¿Y tú quién eres? —preguntó uno de ellos de mala manera, girando hacia mí.

—Soy su esposo —dije por puro impulso.

—¡¿Emilio?! —contestó la chica asombrada.

La joven se inclinó hacia mí. Tuve que apurarme y sostenerla para que no cayera de la silla.

—Antes dijo que te dejó. —El otro tipo me miraba con el ceño fruncido.

—¡Pues aquí estoy! ¡No los quiero cerca de mi mujer!

La chica seguía tambaleándose de un lado a otro, así que la agarré con más fuerza y la apreté contra mi cuerpo para mantenerla erguida.

«Emilio» seguía repitiendo ella.

—¡Largo!

Los tipos me miraron con mala cara, pero se marcharon. 

—Emilio —volvió a decir la muchacha. 

—Vamos. —La ayudé a levantarse—. Arriba.

La muchacha se abrazó a mí, le costaba estar de pie, así que la sostuve con más fuerza rodeando su cintura pequeña, toda ella era liviana. 

—¡Ey, amigo! ¡Ella no ha pagado su cuenta! —Me detuvo el camarero antes de que avanzará con la chica a rastras.

Dejé un par de billetes sobre el mostrador y salí con la joven hacia el exterior, con la esperanza de que el aire frío de la noche la pusiera más alerta. 

—Emilio —dijo y me pareció que sollozaba—. Déjame, déjame ir.

—No soy Emilio. Voy a llevarla a su casa. ¿Dónde vive, señorita?

—Déjame ir. —Volvió a pedir entre lágrimas.

La muchacha se debatió en mis brazos y comenzó a golpearme. 

—¡No voy a volver contigo! ¡Suéltame!

—¡Cálmese, señorita! —Le sostuve ambas muñecas—. ¡No soy Emilio! Dígame dónde vive. La llevaré a su casa.

—¿Por qué, Emilio? Yo te amaba.

Y sin que lo esperara se alzó de puntillas, se me guindó del cuello y me besó en los labios. 

Abrí de par en par los ojos y la solté. No podía creer lo que pasaba. La muchacha movía sus labios con sabor a ginebra y limón sobre los míos. Una inexplicable agitación se alojó en mi pecho ante el contacto de esa boca cálida y sedosa.

La separé de mí y ella estalló en llanto.

—¿Por qué no me amas? —Trató de abrazarme de nuevo—. ¡Emilio!

La sostuve de los brazos antes de que se acercara demasiado. 

—Di que me amas. —Iba a volver a llorar.

—Sí, te amo —le dije para que colaborara y caminara hasta mi auto y sobre todo, para que no me besara otra vez—. Ahora vamos a casa.

—¿Con Isa?

—Sí, con Isa. 

Rodeé su cintura con un brazo y la pegué a mi cuerpo para darle estabilidad. Caminamos hasta mi auto entre tropezones.

La senté y le amarré el cinturón. Seguía sin saber dónde vivía, pero cuando volteé para preguntarle, se había dormido.

—Maldición —renegué—. ¿Qué se supone que debo hacer? 

Volví a mirarla. ¿Cómo de una cena con mi hermano, terminé con una extraña ebria en mi auto? Era algo inaudito, más propio de que le sucediera a Santiago que a mí. 

Paré frente al primer hotel de tres estrellas que apareció en el camino, la dejaría allí y luego me iría a mi casa. 

Le di un par de palmadas suaves en el rostro y la chica medio despertó.

—Vamos —dije. 

—Emilio.

—Sí, sí, Emilio.

El recepcionista, aunque me miró con suspicacia, no hizo preguntas. Pagué la habitación y me entregó la llave.

El cuarto, pequeño, pero limpio, tenía poco mobiliario: Una cama de dos plazas, un armario, una mesita y el baño.

Suspiré aliviado de que por fin me desaría de la chica. Justo cuando iba a sentarla en la cama, ella hizo un movimiento extraño. Otro. Su cuerpo se agitó y lo vi en cámara lenta. Me vomitó encima.

—¡Maldita sea! —exclamé sin poder creer mi mala suerte.

—Lo siento, lo siento, Emilio. 

La muchacha empezó a lloriquear entre temblores. Se apartó de mí y resbaló con los restos de vómito.

—¿Estás bien? —Me acerqué a ella y se estremeció, se cubrió con los brazos en un movimiento instintivo como si fuera a golpearla—. Tranquila, no voy a hacerte daño.

—No quise hacerlo —se excusó con un puchero—. Perdóname, por favor. 

—Está bien, tranquila.

Fui a agarrarla y me volvió a vomitar.

La noche no podía empeorar más. ¿Qué clase de karma estaba pagando para merecer que una desconocida me hiciera esto? No tenía por qué soportarlo. Mi acto de caridad llegaba a su fin. 

Me levanté dispuesto a irme, si había algo que no soportaba era la suciedad. Pero cuando volví a verla me arrepentí. Lucía tan indefensa sentada a los pies de la cama, con la cabeza gacha, el cabello sucio y llorando entre disculpas incoherentes, que algo en mi interior se removió.

—Maldición —me dije a mí mismo. No podía dejarla así.

La alcé por las axilas arrugando la nariz debido al olor y la llevé a la sala de baño, por fortuna esta tenía una bañera. Senté a la joven, medio dormida, en el retrete y llené la tina con agua tibia. Cuando estuvo lista, me giré y la observé. Debía quitarle la ropa y bañarla.

—Mierda. —Me pasé la mano por el rostro—. ¿Cómo terminé en esto?

La muchacha usaba una camiseta de tirantes, pantalón deportivo y pantuflas. Le bajé el pantalón intentando mirarla lo menos posible. 

Revisé los bolsillos de su ropa, encontré dos tarjetas de crédito platinum a nombre de Camila Rivas, las llaves de un Mazda, una tarjeta de identificación, también de Camila Rivas que según su fecha de nacimiento tenía veintisiete años. Y nada más. 

No había teléfono, ni tarjeta de seguro social donde apareciera su dirección o alguien a quien llamar. 

Suspiré frustrado.

—Mucho gusto, Camila. Espero me perdones.

Tragué grueso y levanté las orillas de su camiseta gris de tirantes manchada de vómito.

No tenía sujetador.

«Maldita sea».

La levanté casi sin mirarla y la metí dentro de la tina. Me di la vuelta para darle privacidad durante el baño, pero un sonido de chapoteo me hizo voltear. Camila se había hundido en el agua. Iba a ahogarse.

—Mierda.

Me apuré a sacarla. Ella tosió un par de veces, pero ni aun así abrió los ojos. Me aseguré de que estuviera bien sentada y fui por el champú. Le lavé el cabello y durante el tiempo que duró el baño, permaneció dormida. 

Cuando terminé, pensé angustiado en que tenía que sacarla y enfrentarme a su cuerpo desnudo otra vez. 

—Bien. Sin mirar, sin mirar.

La saqué de la bañera y Camila por fin medio despertó. 

—Emilio. —sollozó. Me abrazó y el agua que goteaba su cuerpo mojó mi camisa.

—Vamos a dormir, Camila. —Le envolví la toalla alrededor de su cuerpo, intentando no mirarla, ni tocar su pecho. 

—¿Te quedarás, conmigo? —preguntó arrastrando las palabras.

—Sí —contesté con un hilo de voz.

—Hazme el amor. Hace tanto que no me tocas. 

La tumbé en la cama antes de que me abrazara otra vez y la cubrí con la colcha para que no sintiera frío. Corrí al baño, humedecí una toalla y limpié lo más que pude el vómito de mi camisa.  

La noche había sido extraña, cosas como estas jamás me pasaban. Camila dormía profundamente, envuelta en el silencio tibio de la habitación. Me acerqué a ella y le quité el cabello húmedo de la cara. Por un momento me pareció tan frágil que quise conocer toda su historia. ¿Qué la había llevado a ese bar? ¿Por qué se había emborrachado ? Sentía que todas esas circunstancias la habían llevado a mí. 

Un pensamiento ridículo, sin duda, porque en un par de minutos, ella sería solo un recuerdo extraño. Un sueño que acabaría dudando de si realmente había ocurrido.

—Adiós, Camila. 

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