La suite hospitalaria se había convertido en un mundo aparte, una burbuja de quietud interrumpida solo por el suave “bip” de los monitores y el murmullo ocasional de las enfermeras. Olivia había anclado su existencia a la silla junto a la cama de Lion, haciendo que su presencia se convirtiera en una constante tranquilizadora. Le ajustaba las almohadas, le leía informes empresariales en voz baja cuando el agotamiento no lo vencía, y sus manos encontraban siempre la forma de entrelazarse con las de él, en un contacto silencioso que decía más que mil palabras.
Pero fuera de esa burbuja, el mundo insistía en entrar. El teléfono de Olivia vibraba y sonaba con una persistencia agresiva, como un zumbido de mosca insistente contra el cristal de su tranquilidad. La pantalla se iluminaba una y otra vez con los nombres de sus padres. Mensajes de texto se amontonaban, cada uno más suplicante y cargado de reproche velado que el anterior.
Mamá: Olivia, hija, por favor, habla con Lion.
Papá: Ella es