La noticia del accidente de Lion llegó a oídos de Jennifer, la madre de Caleb, como un reguero de pólvora en la quietud artificial de su mansión. No fue el horror lo que iluminó sus ojos, sino un destello de oportunidad fríamente calculada.
—¡Prepárense el auto! ¡Vamos al hospital, ahora mismo! —Ordenó, su voz fue como un filo de falsa urgencia mientras se ajustaba las perlas en su cuello. Cada gesto era parte de una coreografía bien ensayada.
La suite hospitalaria, que hasta hacía momentos había sido un santuario de confesiones íntimas, se vio violada por la irrupción de Jennifer y su séquito. Ella entró primero, vestida de un luto anticipado y teatral, sus ojos secos escanearon la escena con la rapidez de un buitre sobrevolando un campo de batalla.
—¡Lion! ¡Querido! —Exclamó, llevándose una mano dramáticamente al pecho al verlo postrado en la cama, las vendas, los tubos. Ignoró por completo a Olivia, como si fuera un mueble más de la habitación. —¡Qué horror! ¡Nos avisaron y vinimos