La alerta de Samuel cayó sobre Lion como una losa de hormigón. Sesenta y ocho por ciento. Ya no era una probabilidad, era una sentencia. Setenta y dos horas. Ese era el margen que les quedaba antes de que la farsa se desmoronara, literalmente, ante sus ojos. Las palabras de Mercer resonaban en su mente, un eco premonitorio que se unía al implacable parpadeo del punto rojo en el plano estructural del Aurora.
La noche fue larga y silenciosa. Lion no durmió, estudiando los datos que Samuel le enviaba en tiempo real. Cada nuevo gráfico, cada punto rojo que parpadeaba con más frenesí, era un recordatorio de su fracaso. Había jugado al ajedrez con vidas humanas y estaba perdiendo. Del otro lado del pasillo, sentía el peso del insomnio de Olivia, una presencia cargada de decepción y miedo que traspasaba las paredes.
Al amanecer, la reunión fue tensa y sombría. Andrés, Gabriel y Samuel (a través de la pantalla) esperaban sus órdenes en el estudio de la mansión. La luz grisácea del día que com