La primavera siguiente encontró a la Fundación Aurora no solo habitada, sino prosperando. Era un organismo vivo que respiraba música y creatividad las veinticuatro horas del día. El jardín comunitario, ahora en plena floración, era un oasis de color donde los residentes compartían café y conversaciones entre los rosales que Alistair Finch vigilaba con orgullo de abuelo. El éxito, medido en risas y en las notas que flotaban por las ventanas abiertas, era palpable.
Pero toda luz proyecta una sombra. Y la sombra, esta vez, llegó desde el pasado más íntimo de Olivia.
Una tarde, mientras revisaba los horarios de las clases comunitarias, Olivia recibió una llamada que le heló la sangre. No era un número desconocido, sino uno que llevaba años grabado en su memoria, asociado a recuerdos amargos y a una rivalidad que creía superada.
—¿Olivia? ¿Eres tú, hermana?
La voz al otro lado era dulce como la miel, pero con un dejo de acidez que solo Olivia podía detectar. Beatriz.
—Beatriz —respondió Ol