El otoño tiñó de oro y carmesí los árboles que bordeaban el solar de la Fundación Aurora. El edificio, ahora completo en su estructura exterior, se alzaba no como un desafío al cielo londinense, sino como una promesa arraigada en la tierra. Su fachada, una mezcla de ladrillo recuperado y modernos paneles aislantes, tenía una calidez orgánica que los fríos rascacielos de cristal de la ciudad nunca podrían emular. El jardín comunitario, idea de Alistair Finch, empezaba a brotar en el lugar donde una vez estuvo el corazón podrido del antiguo Aurora, un símbolo potente de renacimiento.
Dentro, el caos de la construcción había dado paso a la meticulosa tarea de la creación. El olor a pintura fresca y madera nueva se mezclaba con el sonido de afinaciones de instrumentos y las risas de los primeros residentes que empezaban a mudarse. Anya, la joven compositora, había llorado al cruzar el umbral de su apartamento-estudio, corriendo sus dedos sobre las paredes insonorizadas como si acariciara