El amanecer teñía el cielo de Londres de un gris perlado cuando Olivia abrió los ojos. No fue un despertar sereno, sino una sacudida lenta y nauseabunda que se arrastraba desde las profundidades de su sueño. Una pesadez opresiva se había instalado en su estómago y un mareo persistente hacía que la habitación girara lentamente incluso con los párpados cerrados.
—¿Lion? —Murmuró con su voz débil y rasposa.
Él estaba ya despierto, leyendo informes en su tableta a su lado. Al oír su tono, bajó inmediatamente el dispositivo.
—¿Qué ocurre, mi amor? —Preguntó al tiempo en que su mano, grande y cálida, se posó en su frente. —No tienes fiebre.
—No me siento bien —Confesó ella, tratando de incorporarse. El movimiento fue un error. Al instante una oleada de náuseas más intensa la golpeó, haciéndole llevar una mano a la boca. —Mareos... náuseas... —Murmuró apenas.
Lion la ayudó a sentarse, su rostro marcado por una preocupación instantánea.
—¿Quieres agua? ¿Un té?
Olivia apenas pudo asentir, cont