El sonido del piano, titubeante al principio, luego más seguro, flotaba desde el estudio de la madre de Lion. Era una melodía simple, una sonatina de Clementi que Olivia recordaba de su infancia. Cada nota era un ladrillo en el muro de la nueva normalidad que intentaban construir.
Lion, que trabajaba en informes en la biblioteca, alzó la cabeza al oírla. Una paz extraña, casi desconocida, se instaló en su pecho. Dejó la pluma sobre el escritorio y se dirigió hacia el origen del sonido. Se detuvo en la puerta, observando a Olivia concentrada, su perfil suavemente iluminado por la lámpara de lectura del piano.
Al terminar la pieza, ella dejó caer las manos sobre el regazo con un suspiro. —Estoy oxidada.
—Sonaba perfecto —dijo Lion, haciendo que ella se volviera, sorprendida.
—Mentiroso —replicó ella, pero con una sonrisa.
Él se acercó y se sentó a su lado en el banco del piano. El espacio era estrecho, sus hombros se rozaban. El gesto era simple, íntimo, alejado de la grandiosidad de