El silencio en el estudio de Lion era distinto. Ya no era el silencio tenso de la espera o el susurro electrónico de la vigilancia. Era el silencio pesado y cargado de la antesala de la batalla. La tormenta había amainado, dejando a su paso un panorama desolador: la traición doméstica, el ataque frustrado, y la certeza de que Camila Astor, desde su exilio alpino, no se quedaría de brazos cruzados.
Lion giró su silla, enfrentando no solo a los presentes en la habitación, sino al fantasma de la guerra que se avecinaba. Frente a él, sentados o de pie, estaban los pilares de lo que sería su contraofensiva. Olivia, pálida, pero con la mandíbula firme, ya no escondía las manos temblorosas en los bolsillos. Ethan Reed, hundido en un sillón de cuero, parecía haber envejecido una década en una semana; la frivolidad se había escurrido de su rostro, dejando al descubierto la angustia y una determinación férrea. Gabriel, de pie junto a la chimenea apagada, era un oasis de calma profesional, mient