La puerta del estudio de Lion se cerró con un sonido definitivo que resonó en el silencio cargado del vestíbulo. Dentro, la habitación que había sido el centro de operaciones de la trampa ahora era una sala de interrogatorios. Lion no se sentó detrás de su imponente escritorio. Se colocó frente a la chimenea fría, su silueta recortada contra la piedra oscura, una presencia tan inmóvil y pesada como la propia mansión.
La Sra. Higgins permaneció de pie cerca de la puerta, sus manos entrelazadas sobre su delantal impecable, blanqueándose los nudillos. El llanto silencioso había cesado, reemplazado por un temblor interno que parecía hacer vibrar el aire a su alrededor.
—Treinta y dos años. —Comenzó Lion, su voz un bajo profundo que no necesitaba elevarse para llenar la habitación. —Treinta y dos años al servicio de mi familia. Ayudaste a mi madre a criarme. Me cuidaste cuando enfermé. Fuiste la única constante después de que ellos murieron. —Hizo una pausa, dejando que el peso de las déca