Capítulo — Lo que queda de un hijo
Rogelio caminaba sin rumbo por las calles húmedas de Montevideo, bajo una llovizna fina que parecía no tener fin.
Llevaba los bolsillos con la plata que había ganado esa noche, pero el corazón vacío y la cabeza hecha un torbellino. Desde que Samuel lo había echado del hotel, algo en él se había apagado, una llama que ni el alcohol podía encender.
Recordaba las palabras que aquel hombre del bar le había dicho entre copas, con tono grave y ojos cansados.
“Uno se arrepiente tarde, viejo.”
Y Rogelio sabía que era cierto.
Porque él había perdido a su hijo. No de sangre, pero sí de vida.
Samuel era un Duarte, y aunque no llevara su apellido, lo amaba a su manera: torpe, testaruda, imperfecta.
Al pasar frente a la vieja casa donde habían vivido con la madre de Samuel, una punzada lo detuvo. Las cortinas estaban un poco corridas. La nostalgia lo ahogó.
El corazón le latía lento, pesado, lleno de arrepentimiento.
No pudo evitar acercarse.
Golpeó una