Capítulo — Entre la almohada y el alba
La mansión Montaldo ya estaba en silencio. Ernesto descansaba, Clara lo acompañaba y el eco de los pasillos se sentía distinto desde que había vuelto a caminar algunos pasos. Esa noche había logrado decir “cada día mejor”, y Victoria lo había repetido como un mantra, convencida de que mientras su padre mejorara, todo valía la pena.
Samuel había subido antes, con el corazón en la garganta. Había fingido como siempre: al llegar, Clara y Victoria se habían tomado de la mano frente a Ernesto, mostrando la estampa de pareja perfecta. Él la había seguido en todo, atento, sin una queja. Pero al ver a Ernesto de pie, apoyándose con dificultad y sonriendo con orgullo hacia su hija, algo se le rompió adentro.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquella escena —la hija cuidando al padre, la familia junta, la esperanza renacida— era lo que él nunca había tenido. Ni con su padre, hundido en deudas de juegos y alcohol, ni con la ausencia eterna de su madre,