Octavio arrastró a Dolores hacia afuera mientras Esteban lloraba aterrorizado. Pero ya no tenía fuerza alguna para reaccionar. El anillo de hueso dominaba mis pensamientos.
No podía aguantarlo más. Me cubrí entre las cobijas, para llorar desconsoladamente hasta que me quedé dormida. Sin embargo, eso no duró mucho. De pronto, unos golpes en la puerta me despertaron.
Pero, al abrir, no había nadie.
Cuando quise volver a la cama, la escena en la sala me paralizó.
Octavio, de espaldas, le contaba un cuento a Esteban, mientras lo sostenía en brazos. Dolores se encontraba en el sofá, con los ojos cerrados, escuchando al igual que su hijo.
Era la composición perfecta de un bello cuadro de armonía familiar...
Donde yo sobraba.
Intenté retirarme enseguida, pero, de pronto, capté la mirada de Dolores: triunfal y algo desafiante. Fue entonces cuando comprendí la situación.
Ella había sido la que había llamado a mi puerta para que viera aquella escena. Quería que viera cómo los tres vivían como familia.
Bajé la mirada, conteniendo la angustia que sentía, y salí corriendo.
Al amanecer, la Guardia Loba de mi padre llegó a la manada Luna Plena.
Mientras empacaba, Esteban entró en mi habitación.
—Tía Elena, ¿qué estás haciendo? Te ayudo.
Sin esperar respuesta alguna, trepó al borde más alto, abrió la ventana y se tiró al vacío.
No podía creer lo que pasó en ese pequeño transcurso de tiempo. Al verlo, salí corriendo. Proteger a los pequeños está en nuestra sangre de lobos. No podía dejar que le pasara algo.
Pero, en ese momento, el grito de Dolores estalló de repente:
—¡Elena! ¿Por qué empujaste a mi hijo?
Alzó a Esteban y miró a su pierna sangrante con mucha preocupación.
—Si te molesta nuestra presencia, nos vamos. Pero ¿atacar a un niño? Solo tiene dos años. ¿Querías matarlo?
—¡No fue así! Él...
Después de ver esa escena, yo estaba asustada, e intenté explicarme por puro instinto.
Pero Dolores no me dejó terminar, llamando a Octavio en voz alta:
—¡Llévanos ahora! ¡O Esteban morirá aquí!
Octavio apareció al instante y tomó al niño.
—Vamos a la enfermería —dijo, sin dedicarme ni la más mínima mirada. Sin embargo, entendí que su silencio era una acusación.
Al cruzarnos, lo agarré de la muñeca, mirando su expresión cortante y decidida.
—Octavio, no fui yo.
Se detuvo en seco y una sombra de fastidio apareció en su cara.
—Suéltame —repuso y me empujó, tirándome al suelo.
Mi espalda golpeó una piedra, y, sin poder evitarlo, grité por el dolor.
El hombre, que antes prestaba atención a mi queja más leve, ahora solo tenía ojos para el niño en sus brazos.
—¿Ves? Tú eres la intrusa.
Dolores sonrió, tomando el brazo de Octavio.
Luego, al ver cómo se alejaban los tres, me sequé las lágrimas con cierta furia, me levanté a pesar del dolor lumbar, y salí de aquella casa para siempre.
Una vez en el carro de la Guardia Loba, envié mi último mensaje a Octavio.
«Terminamos».